Seleccionar página

Todas las mañanas, camino del trabajo, paso por delante de la puerta de la tienda de Carmen. Hasta hace pocos días nos limitábamos a saludarnos con un tímido gesto cotidiano, pero nunca habíamos cruzado ni una sola palabra. La ropa que expone en su escaparate no es de mi estilo y jamás he entrado en su tienda. Pero el otro día, por una de esas casualidades de la vida, una amiga común nos presentó. Carmen, como era previsible, se quejó de las escasas ventas que consigue desde que empezó la crisis. Nos contaba que la gente pasaba de largo o, si alguien entraba, manoseaba las prendas pero sin comprar nada. Ella nos dijo que si esto sigue así tendrá que cerrar. Yo le pregunté si había pensado en algo para afrontar el problema, me contestó que no podía pagar una campaña de publicidad. Tras su firme respuesta recordé una viñeta de un comic, en la que una cliente de una zapatería, tras probarse un par que le gustaban, le pidió al dependiente la clave del wifi de la tienda para comprarlos más baratos on line. No le conté a Carmen el chiste, es lo que le faltaba, pero sí le pregunté cómo se diferenciaba del resto de tiendas de la misma calle y si tenía la gente que ver su escaparate o incluso entrar en su tienda para poder ver lo que ofrece. Carmen guardó silencio unos segundos que parecieron eternos y al final exclamó “¡pero si no tengo un euro para gastar en la promoción de mi negocio!”, “¡ya te lo he dicho antes!”.

Jugándome el tipo con alguien a quien acababa de conocer, afirmé: “creo que has pensado poco en tus clientes y más en ti misma, en tu comodidad, o, como se dice ahora, en tu propia zona de confort”. Pensé que Carmen iba a enfadarse, pero se limitó a encogerse de hombros. Añadí que muchos negocios funcionan todavía hoy con la misma fórmula de hace más de cien años. Con un resoplido de impaciencia me reconoció que era así, que ella no podía hacer más que tener la ropa que vende, cambiar el escaparate cada estación, ajustar los precios lo que puede y cuidar las relaciones personales con los clientes habituales. Le comenté que conocía una tienda que pasó por parecidas dificultades, pero que había contactado con un grupo de jóvenes creativos que estaban en el paro, les pidió unos diseños para unas camisetas, les ofreció un porcentaje de las ventas y se dirigió a un fabricante local de ropa para que se las confeccionara. Las camisetas volaron de la tienda en pocas semanas y hoy es un negocio de éxito. A menudo tenemos al alcance de la mano facilidades que nos pueden diferenciar, pero preferimos acomodarnos en la inercia habitual. La inmensa mayoría de las tiendas, bares, restaurantes, talleres, estudios, despachos, escaparates, oficinas, mobiliarios, distribuciones comerciales de espacios, padecen una irrefrenable tendencia a replicarse como clones para perjuicio de los consumidores, esos que sienten que todos ofrecen cosas iguales o parecidas, y que además se pueden localizar por internet y además más baratas.

Le pregunté a Carmen si estaba dispuesta a ayudar para ella misma ser ayudada. Me respondió que le gustaba la idea, pero que no sabía por dónde empezar. Muy sencillo, llama a tu asesor y le pides que te clasifique por proveedores y productos las facturas que llevas pagadas los dos últimos años, verás cosas que podrías conseguir de otra manera con un poquito de imaginación. Cuando tengas eso claro, pregunta a amigos y a familiares, busca en foros de internet, date una vuelta por encuentros de jóvenes, mira exposiciones, fíjate en los concursantes de premios que no consiguen nada, rastrea, piensa diferente. Al final, le dije a Carmen, todo se reduce a dar una primera oportunidad para conseguir una nueva oportunidad. Su mirada me lo dijo todo, había dejado de escucharme, ya sólo imaginaba.