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Es extraña la milenaria costumbre del ser humano de asimilarse a animales. Todos los horóscopos agrupan a las personas según su exclusivo animalario virtual. También cuando se habla de determinados países, como el oso ruso o los tigres asiáticos. En el mundo de la empresa es un recurso muy habitual, porque todos sabemos a qué nos referimos cuando se habla de una empresa que es un mastodonte o un dinosaurio. También se habla de empresas gacela, cebra, unicornios, del toro que simboliza Wall Street o del oso para los especuladores bursátiles. Una peculiar manía ese empeño de verse simbolizados por bestias, a menudo nada domesticadas. Pero en el mundo de la economía también se recurre a otras muchas metáforas. Es fácil recordar mil ejemplos del uso de conceptos como meta, victoria, envejecido, navegación, viento, rumbo, amanecer, semilla, olas, escalar, borrascas, remar, fiebre, barrera, elevarse, flotar, hundirse, volar, morder o millones más de ejemplos que se podrían citar. Todo un sofisticado repertorio metafórico para explicar mejor la realidad, probablemente porque esta es muy escurridiza. Por eso en el mundo de la publicidad se usa más la idea de autenticidad que de realidad. Hay una verdadera obsesión por convencer a los consumidores de que un sabor, un estilo, una marca o una oferta, son genuinamente auténticos, dando por supuesto, con una excesiva inocencia, que son tan reales como creíbles.

Deyan Sudjic, director del Museo del Diseño de Londres, afirma que “el buen diseño de los objetos se ha asociado siempre a un diseño moral, y eso no tiene sentido. Lo que hace buenos o malos los objetos es el uso que les dan las personas. La moralidad de los objetos está en otro lado: en si son fáciles de reparar, en si aguantarán muchos usos…” Es obvio que existe una gran contaminación, ¡vaya, otra metáfora!, en el mundo de la comunicación y la publicidad por el abuso reiterado de la carga moral en los mensajes. Existe una elevada desconfianza colectiva ante anuncios como “compre esto porque es el mejor producto”, “somos los mejores”, “nuestra fórmula resuelve lo que otros no consiguen”, “le ofrecemos el mejor servicio del mercado”, vendiendo algo presuntamente auténtico aunque la mayoría no lo perciba como real, dejándose convencer el consumidor normalmente por otras cuestiones más básicas como el precio, la experiencia, la proximidad o la costumbre.

Ese abismo de matices entre lo auténtico y lo real debería obsesionar al propietario de cualquier negocio. Corren tiempos para que no traslademos al cliente nuestras propias limitaciones por el modelo de actividad empresarial que estamos desarrollando. Cuando ofrecemos un precio, una tarifa o un honorario, deberíamos pensar antes de vender la autenticidad de nuestra oferta, someter a escrutinio la realidad de nuestra empresa, porque al final no hay atajos fáciles. Eso lo saben muy bien los emprendedores, que se someten diariamente a los obstáculos de aquellos que se sienten amenazados por los cambios. Peter Thiel, uno de los fundadores de Paypal y otras start ups tecnológicas, ha escrito que “es mejor arriesgar la audacia que la trivialidad”. Y seguramente no existe mayor arrojo que cuestionar radicalmente lo que hacemos para encontrar viento favorable para el futuro. Otra metáfora necesaria para evitar ser empresas avestruces, esas que entierran la cabeza para evitar esas amenazas que parecen auténticas, aunque tal vez no lo sean y aún no lo hayan descubierto.